La Bandera de la Nación Ranquel

La Bandera de la Nación Ranquel: Compuesta por tres franjas de colores, la franja azul simboliza cielo, la franja verde simboliza naturaleza; la franja roja simboliza la sangre Ranquel que se derramó en la “Campaña del Desierto”. La guarda pampa es un detalle estético representativo de esta cultura.

Aparece un KUL – TRUM (instrumento sagrado de percusión), que contiene dos líneas cruzadas indicando los cuatro puntos cardinales y terminan figurando patas de avestruz. En los espacios definidos por estas líneas se encuentra una estrella y la luna en referencia a la naturaleza; unas boleadoras en referencia a la guerra; un zorro en referencia a la dinastía.

Finalmente la figura de PANGHITRUZ GUOR o Zorro Cazador de Leones, más conocido como Mariano Rosas.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

ALGUNOS TEXTOS RELACIONADOS A LA TEMÁTICA RANQUEL

1) -Una Excursión a los Indios Ranqueles, Lucio V. Mansilla

2) -Caciques puelches, pampas y serranos, Meinrado Hux

3) -Caciques huilliches y salineros, Meinrado Hux

4) -Una excursión apostólica del padre Salvaire a Salinas Grandes: según su esbozo de diario, Meinrado Hux, Jorje María Salvaire

5) -El cacique Namuncurá: último soberano de la Pampa

6) -pincén, vida y leyenda, Juan José Estévez

7) -Episodios en los territorios del sur, 1879, Estanislao Severo Zeballos, Juan Guillermo Durán

8) -Viaje al país de los araucanos, Estanislao Severo Zeballos

9) -Callvucurá: Painé, Relmu; Estanislao Severo Zeballos

10) -La lanza rota: estancias, indios, paz en la cordillera, Dionisio Schoo Lastra

11) -El indio del desierto: 1535 – 1879, Dionisio Schoo Lastra, Alberto Guiraldes

12) -Fortines del desierto, Juan Mario Raone

13) -El "Pampa" Ferreyra, baqueano y lenguaraz, Juan Mario Raone

14) -Recuerdos y relatos de la guerra de fronteras, Alfred Ébelot

15) -Del Río IV al Lime Leuvú, Alberto D. H. Scunio

16) -Cautivas: olvidos y memoria en la Argentina, Susana Rotker

17) -Pablo o la vida en las pampas (Eduarda Mansilla)

18) -Romance Elegiaco (Luis Villafaña)

19) -Testimonio de los sufrimientos de los nativos en la primera fundación de Buenos Aires (Ruy Diaz de Guzmán)

20) -Manuel BaigorrIa Memorias (prologo, edición y notas de P Meinrado Hux)

21) -Un viaje a la Patagonia Austral (Francisco P Moreno)

22) -Nuestros paisanos los indios (Carlos Martinez Sarasola)

23) -En los toldos de Catriel y Railef (obra misionera del Padre Jorge Maria -Salvaire en Azul y Bragado 1874-1876, de Juan Guillermo Duran)

24) -Indiomanual (Sixto Vázquez Zuleta)

25) -La guerra del malón (Manuel Prado)

26) -Las cautivas (Susana Rotker)

27) -La frontera bonaerense (Silvia M Ratto)

28) -La lengua del malón (Guillermo Sacco Manno)

29) -Mujeres en la frontera (Laura Malosetti Costa)

30) -Historia del guerrero y la cautiva (Jorge Luis Borges, El Aleph)

31) -El cautivo ((Jorge Luis Borges)

32) -El mundo de Dorotea (el mundo en un pueblo de la frontera de Buenos Aires en el siglo XIX (Maria Bjerg)

33) -Mujeres cautivas en la frontera araucana (Rebeca Alegría)

34) -“Cartas Mapuches Siglo 19”, de Jorge Pavez

Una nueva excursión a los indios Ranqueles

¿Cómo son, hoy, los cuatrocientos kilómetros que recorrió el pequeño grupo de Mansilla en 1870, desde el fuerte Sarmiento, al sur de Córdoba, hasta las tolderías de Leuvuco, al norte de La Pampa, cabalgando por las rastrilladas,las huellas seculares del desierto?



Lucio V. Mansilla CA 1868

Foto de Federico Artigue. Col Prudencio Martínez Zuviría




Los escritores e investigadores de la literatura solemos trabajar en bibliotecas y gabinetes. Los vastos itinerarios geográficos, por lo general, nos son ajenos, salvo que se hallen indisolublemente unidos, como era mi caso, a la tarea de escribir un libro. Para ser precisos, se trató, más bien, de dos libros: uno de carácter académico, que se tituló después La barbarie en la narrativa argentina (Corregidor, Buenos Aires, 1994), directamente vinculado con mi trabajo como investigadora, y otro de ficción, la novela La pasión de los nómades (Atlántida, Buenos Aires, 1994), para cuya escritura conté con el apoyo de una beca de creación artística de la Fundación Antorchas. Ambos, desde ángulos distintos, giraban en torno al mismo contexto: la Argentina del siglo pasado, el inmenso fantasma del llamado desierto, que desveló a militares y políticos y enriqueció, empero, las perspectivas de la imaginación estética. Ambos textos tenían un personaje en común: Lucio Victorio Mansilla, figura singularísima de nuestra historia y autor de Una excursión a los indios ranqueles (1870).


ESCENA DE COSTUMBRES EN LA PROVINCIA DE CORDOBA, CA 1895. SOCIEDAD FOTOGRAFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS COL. A.G.N.










SAN LUIS, CA. 1895,

SOCIEDAD FOTOGRÁFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS COL. A.G.N.T








ESCENA DE CAMPO CA. 1890, SOCIEDAD FOTOGRÁFICA ARGENTINA DE AFICIONADOS. COL. A.G.N.





Convendría recordar (acaso porque los clásicos escolares son los autores más vituperados y peor leídos> que nació en Buenos Aires, en 1831, y - como tantos escritores latinoamericanos - murió en París, en 1913. Que fue hijo del general Lucio Norberto Mansilla, el héroe de la Vuelta de Obligado (a quien conmemora -y no a su heterodoxo vástago- la calle Mansilla, en Buenos Aires), y de la bella Agustina Rosas, hermana preferida de don Juan Manuel de Rosas, Restaurador de las Leyes o sátrapa del Plata, según fuese el variable prisma con que la historia quiso mirarlo, en una u otra época. Lucio Victorio vivió su infancia en una casona porteña del barrio de San juan (hoy San Telmo), donde el aprendizaje de las costumbres, todavía coloniales y patriarcales, alternó con una amplia educación, algo discontinua pero, no obstante, fecunda, en idiomas y autores extranjeros. Tanto leyó Lucio, que cuando dirigía un saladero familiar (sus padres aspiraban a hacer del adolescente fantasioso y enamoradizo un 'hombre útil'), don Lucio Norberto lo sorprendió in fraganti con El contrato social entre las manos. Tales lecturas eran sospechosas en tiempos rosistas y Lucio V. fue enviado al extranjero, so pretexto de gestiones comerciales, a leer a Rousseau con más provecho.

Así comenzó una pasión viajera (la pasión de los nómades) que no lo abandonó jamás. Gracias a ella, se instruyó en la difícil tarea de apreciar y comprender lo diferente, ya se situase esa diferencia en la exótica India, en los salones de Paris o en el corazón argentino de la Tierra Adentro. A ese corazón, oculto en la Pampa central, fieramente resguardado por la es-trategia indigena, accederá Lucio cuando pise los cuarenta.

Era, entonces, pese a las ambiciones políticas que lo habian llevado a trabajar activamente en la campaña presidencial de Sarmiento, sólo un coronel del ejército nacional, relegado, en definitiva, para su disgusto, a un puesto de subcomandante de frontera. Pero gracias a ese cuasi destierro escribió una de las obras fundacionales de nuestro siglo XIX, el relato de su excursión, tan entretenida como riesgosa, realizado en un lenguaje coloquial y ameno, salpicado por digresiones, en el que Mansilla dejó un retrato inolvidable de la parcialidad étnica ranquelina. Su libro constituye una viva observación de lo que pasó ante sus ojos; aun con los inevitables prejuicios y en un marco cultural propio del blanco, sus observaciones son considera-das hoy por los especialistas como un aporte útil de datos confiables inteligentemente ponderados.

Cabe preguntarse qué necesidad pudo mover a Mansilla a realizar un trayecto apreciable (unos cuatrocientos kilómetros a caballo), desde el fuerte Sarmiento, al sur del Córdoba, hasta las tolderias de Leuvuco, al norte de La Pampa, con un pequeño grupo de hombres (dieciocho en total, incluidos dos misioneros franciscanos) y prácticamente desarmado. El motivo oficial era entrevistarse con el jefe de los ranqueles, Mariano Rosas o Panghitruz Guor (el zorro cazador de pumas), que no estaba dispuesto a trasladarse a la subcomandancia de Río Cuarto. Hijo del gran cacique Paine Guor o Gner (el zorro azul), habia estado cautivo, casi niño, de juan Manuel de Rosas, y fue bautizado, como era la costumbre de la época, con el apellido de su padrino y captor.

Una vez libre, gracias a su astucia, Mariano huyó hacia las tolderías nativas, contento, después de todo, de contar con otra protección mágica -la del nombre cristiano- y con un capital de conocimientos rurales adquiridos en la estancia del Pino. Pero tales ventajas no lo decidian a volver a tierras de blancos; por el contrario, destinado, no tanto por herencia cuanto por sus altas prendas personales, a ser el nuevo cacique de la dinastia de los zorros, juró no entrar jamás en esas tierras, ni siquiera a la cabeza de un malón. No quedaba a Mansilla otro remedio que presentarse en sus dominios, para refrendar un tratado de paz que se había demorado largamente en despachos y asambleas y habla sufrido correcciones varias, por una y otra parte. La validez de semejante convenio era muy relativa, ya que, un tanto a regañadientes, sólo lo habla aprobado Sarmiento como poder Ejecutivo, pero no el Congreso. Además, no faltaban las cláusulas tramposas, como la que proponía 'comprar' a los aborígenes un territorio que en ningún momento se les habla reconocido en propi~ dad. Según las leyes heredadas de España, eran meros intrusos y, por otra parte, otra ley, sancionada en 1867, ordenaba su expulsión al otro lado del río Negro. Claro está que Mansilla sabía todo esto, pero, en tanto militar blanco, no tuvo mayores escrúpulos en el momento de su partida. Lo cual no quita que, después de haber conocido mejor a los ranqueles, haya tenido para ellos palabras de apoyo y defensa, y que se perciban fuertes acentos de censura cuando se refiere al proceder de los blancos.

Más allá de estas razones oficiales ganar tiempo, en suma, hasta que se diera la batalla definitiva, que sólo llegaría con Roca-, podemos conjeturar fundadamente que también empujaron a Mansilla motivos específicamente personales: su afán de conocimiento del otro y de lo otro, que va más allá de la mera curiosidad y alcanza en él trascendencia psicológica y hasta metafísica.

Pero, ¿por qué repetir el viaje de Mansilla, hoy, a fines del siglo XX? Para La pasión de los nómades, la novela que tenía entre manos, era imprescindible, puesto que en ella un Mansilla fantasmal, vuelto a la vida y ávido de reinstalarse en el mundo, decide retornar por sus viejas huellas cuando el vértigo y el desencanto lo alejan de una desmesurada Buenos Aires postmoderna, donde ya no parece haber lugar para él. ¿Lo hay, acaso, en los senderos de la pampa? ¿Lo está esperando alguien en los oasis y las encrucijadas? Estas y otras preguntas, para bien o para mal, se irían respondiendo a lo largo de un trayecto que es el mismo, pero es también irremediable-mente otro.

Mi camino de los ranqueles había empezado mucho antes, en las numerosas rutas de las bibliotecas y en las entrevistas con los expertos: el antropólogo Rodolfo Casamiquela; Evar Amieva, licenciado en filosofia y estudioso (o aprendiz, como él preferiría llamarse) de la sabiduría espiritual ranquelina; el historiador Carlos Mayol Laferrére, que hizo la ruta de Mansilla con casi setenta jinetes en 1980. Le debo a este no sólo mapas con las actuales demarcaciones provinciales y municipales, que reconstruyen y precisan el dibujado por Mansilla mismo, sino referencias de investigaciones, sólo parcialmente publicadas hasta ahora, que pude consultar en sus fuentes.

Nuestra expedición comenzó el primero de enero de 1992 y no apeló a caballos; éramos cuatro: un matrimonio con dos hijos de once y ocho años en un Mercedes-Benz del 53, nuestro auto, elegido por razones sentimentales y simbólicas, pero también prácticas, pues sabíamos que podría transitar por los caminos agrestes de la Tierra Adentro, a menudo embarrados y pantanosos y otras veces casi inexistentes. Llevábamos los mapas de Mayol y los del Instituto Geográfico Militar, una buena cámara fotográfica, una fumadora doméstica, un grabador de periodista, una carpa y bolsas de dormir. El primer tramo del itinerario nos llevó de Buenos Aires a Río Cuarto, hoy una próspera ciudad y ayer subcomandancía de la frontera, con su cuartel y su plaza mayor, donde se oía gritar, con aterradora frecuencia: ¡Invaden los indias! No obstante, los indios no eran siempre invasores: un activo tráfico comercial y un telón de fondo de asiduos parlamentos políticos formaban también parte de la vida bulliciosa de un mundo en transición, situado al borde y en el limite de lo desconocido.

Desde Río Cuarto, en que la estatua de Lucio V Mansilla preside hoy un amplio bulevar, enfilamos a Villa Sarmiento, adonde fue trasladado en 1874 -y recibió el nombre de Sarmiento Nuev~ el recién estrenado fuerte Sarmiento (así llamado en honor al presidente en ejercicio), que vio partir a Mansilla el 30 de marzo de 1870. El fuerte original estaba en la otra margen del río Quinto, en el antiguo paso de las Arganas, un sitio no muy adecuado, que se abandonó por inundable.

En la época de nuestra visita, Villa Sarmiento era un caserío habitado por paisanos laboriosos, cuyos implementos de labranza podían verse a la vera de los caballos atados al palenque, y con ciertas características de pueblo fantasma, detenido en el tiempo. Ranchos de adobe, construcciones de ladrillo asentado en barro, una carnicería sin congelador, en la que, detrás de unas cortinas de arpillera que hacían las veces de puerta, se vendían reses recién sacrificadas, lo cual no impedía que se escuchase, al pasar por alguna casa, una muy moderna música de rock. El pueblo no contaba con agua corriente: los vecinos acudían a una bomba municipal, pero no les faltaba conciencia histórica; el jefe comunal se quejó de que menudeaban visitas de antropólogos e historiadores, en busca de materiales, y, sin embargo, la localidad no tenía siquiera un pequeño museo.

Sé que ahora ese requerimiento se ha cumplido y supongo que el agua corriente, entonces en proceso de instalación, funcionará también en esa zona de batallas y esperanzas perdidas.

El mapa nos indicaba, como próximo hito, la pequeña laguna Alegre. No ibamos por las rastrilladas, las vielas rutas del llamado desierto, marcadas por las huellas seculares de los animales y los hombres; seguir esas sendas seguras era imprescindible en la época de Mansilla, pues a los costados acechaban los temibles guadales, áreas pantanosas en las que las cabalgaduras podían hundírse y desaparecer. Hoy el terreno se ha endurecido y las rastrilladas no se registran sino en una vista aérea, por el diferente color de los pastos. Fuimos por las sendas vecinales, que comunican unos campos con otros, y no llegamos a la laguna Alegre, sino a la estancia El Alegre, cuyo encargado señaló que dicha lagunita, que convocó a los hombres de Mansilla y que entonces, a fuer de oasis en aquellas tierras salitrosas, era punto inexcusable en el camino de Leuvuco, había desaparecido, aparentemente tragada por el monte de chañar y caldén, común en una zona que los mapuches designaban como Mamuelmapu (aproximadamente, tierra o pais del monte).

La siguiente parada era el monte de la Vieja, otro oasis al que Mansilla y su gente arribaron con cierta dificultad, ya que la rastrillada, dice el autor, cruzaba por un campo lleno de chanarcítos espinosos. Estos siguen proliferando, al punto de que el encargado de la estancia actual, también llamada Monte de la Vieja, nos previno contra los renuevos, que pueden pinchar los neumáticos. El pequeno grupo de órboles, descripto por Mansilla, se había convertido en un amplio bosque. Comprobamos que allí la antigua expedición de este se había transfundido, en la memoria popular, con la mucho más reciente de Mayol Laferrére, identificado para los lugareños con el militar y escritor del siglo pasado. Como suele suceder, la realidad superaba a la ficción... También pudimos comprobar que una de las estancias de la zona lleva el nombre del cacique Melideo (que significa cuatro ratones), cuya inusual obesidad comparó Mansilla nada menos que con la del autor del Martín Fierro. Melideo constituyó el mayor desafío que tuvo que afrontar Lucio V en la ceremonia de saludo, que exigía levantar en peso a cada uno de los anfitriones y dar, al mismo tiempo, grandes gritos.

Después del monte de la Vieja, los mapas nos llevaron a la estación ferroviaria de Lecueder, en (se supone) el antiguo paraje de Zorro Colgado. Vimos apenas tres o cuatro casas de propiedad estatal, que rodeaban la estación semiabandonada. Cuando Mansilla atravesó esos mismos campos, el ferrocarril formaba parte de la gran utopía del Progreso y era un arduo punto de conflicto con los indígenas; ahora, lugares como Lecueder son el símbolo de una etapa argentina concluida.

Después, acampamos en la estancia San Félix, donde debió de encontrarse la pequeña laguna Ushelo. Nos hallamos frente a una gran planicie en la que, probablemente, había habido agua días atrás (quedaba entonces sólo un hilo). Sobre el terreno podían advertirse las marcas blancas del salitre y las huellas del ganado y del ñandú. Empezamos a habituarnos al tÍpico paisaje de las lagunas de la zona: agua escasa (dada la época del año, pues se llenan más adelante, en enero y febrero, tiempo de grandes lluvias), una gran depresión salitrosa y húmeda que constituye su lecho vacío, rodeado por montes de chañar y caldén, que forman un círculo imponente, y, por sobre todo, la vibración del cielo, traspasado por aves que chillan y poblado de enormes nubes que lanzan a la deriva sus formas fantásticas.

Nuestra próxima meta, la laguna del Cuero, constituía, en el momento de la excursión de Mansilla, uno de los nudos estratégicos a los que convergían los caminos del desierto. El acceso nos resultó por demás intrincado; por el mal estado de las sendas, tuvimos que cruzar por el medio de la estancia San José pero, llegados al campo llamado El Cuero, se nos informó que el pasaje a la laguna homónima no pertenecía ya a la propiedad. Atisbamos, apenas. cañadones en que pastaba hacienda y debimos resignarnos a dar una enorme vuelta, que nos hizo dejar la provincia de Córdoba para entrar, por San Luis, en la gran estancia Las Lagunas. una de las más grandes de la zona, de 27.OOOha. previa pernoctación en el poblado puntano de Nueva Galia, en una noche tormentosa, acosados por una nube de cascarudos.

Ya estábamos en plena zona de los montes del Cuero, que se extienden, según escribió Mansilla, de norte a sur y de naciente a poniente; llegan al río Chalileo, lo cruzan, y con estas interrupciones van a dar hasta el pie de la cordillera de los Andes. Y agregó : No he visto jamás en mis correrías por la India, por Africa, por Europa, por América, nada más solitario que estos montes del Cuero. Leguas y leguas de árboles secos, arrasados por la quemazón; de cenizos que envueltas en la arena se alzan al menor soplo de viento; cielo y tierra: he ahí el espectáculo. Verdaderamente, aun en pleno verano el paisaje presentaba un aspecto por demás desolado y fantasmal: árboles quemados y retorcidos que contrastaban con los penachos blancos de la paja brava otorgaban al lugar la apariencia de un territorio nevado y desértico. La voz indígena que designa la paja brava, cortadera o paja de penacho -ranca o rancul- se relaciona con el gentilicio de los ranqueles, como lo señala Mayol Laferrére, y con Ranquil. lugar del Neuquén donde se concentraban numerosos mapuches. que fueron emigrando a la zona pampeana y. según Casamiquela, se mezclaron allí con querandíes y tehuelches septentrionales, a los que impusieron paulatinamente su cultura.

Ya en la estancia Las Lagunas, luego de haber cruzado un espeso monte de chañares, nos encontramos en la planicie del Cuero, parcialmente inundada. Vimos el escenario descripto por Mansilla: un amplio bajo en el que se sitúa la laguna y, a su alrededor, los médanos elevados donde comienzan los grandes bosques. En esos montes espinosos, afirma el escritor, había pastos abundantes y agua que podía obtenerse sin demasiado trabajo. Por aquí soñaba el gobierno de Sarmiento con hacer pasar el ferrocarril, contra la voluntad del jefe ranquel Mariano Rosas, quien tenía bien guardados (y leídos por sus amanuenses blancos) los recortes del diario La Tribuna, en los que se hablaba de un proyecto que, como tantos otros, quedó en el tintero. Aquí vivía, también, el Indio Blanco, extraño personaje, tan blanco de piel como de apellido (Mansilla lo creía descendiente de la familia Blanco, de San Luis), que actuaba como Robin Hood en Sherwood, pero en provecho propio, pues no repartía sino con sus pocos secuaces el botín de sus correrías.

Al Cuero quiso llegar, sin lograrlo, la expedición de Emilio Mitre, que se perdió en el camino por falta de buen baqueano y resultó trágicamente diezmada, más por el laberíntico país del monte que por enemigos de carne y hueso. Si en los tiempos de Mansilla la laguna del Cuero era uno de los manantiales más codiciados de la zona, hoy su valor es escaso, ya que bien distribuidos molinos extraen agua para la hacienda, y ni cristianos ni ranqueles (extinguidos en el área, por otra parte) dependen de aquella para sustentarse en sus expediciones ecuestres. Su significado estratégico, claro está, tampoco cuenta, y nadie vigila desde los montes la eventual aparición de grupos de jinetes; pero aún describe, como entonces, un circulo de cien metros de diámetro, en el que las aves acuáticas beben el agua dulce, y sobre el cual el cielo, siempre mayor que la tierra, conforma el mejor espectáculo.

De vuelta en Nueva Galia, retomamos la ruta nacional 148 con el objetivo de llegar a la laguna La Verde, una de las más mentadas en la excursión de Mansilla. Pero los lugares por donde pasaba la antigua rastrillada están hoy tapados por el monte. Salimos de la ruta y, luego de varios desvíos, llegamos al campo de don Pedro Pildain, en cuyos médanos, oculta tras los árboles, debió de estar La Verde, que, cuando la conoció Mansilla, era uno laguna como de 300m de diámetro, profunda, adornado de árboles y escondida en la hoya de un médano que tendría 70 pies de elevación. Allí se apresur6 el coronel a bañarse, con el objeto de inspirar confianza a sus hombres y, sobre todo, a los indios, silo descubrían en ese lugar. La costumbre higiénica del baño al amanecer, practicada por los aborígenes y depositaria de una significación ritual y purificadora, no gozaba del mismo prestigio entre la tropa criolla, mucho menos afecta a las abluciones. Aunque Pildain también pudo bañarse en esas aguas muy verdes durante su infancia, hoy la laguna se halla cubierta por un espeso monte. Tampoco pudimos acceder, por similares razones, a las lagunitas conocidas en la época de Mansilla como Allíanco y Calcumuleu.

Por fin traspusimos el limite norte de la provincia de La Pampa y marchamos hacia la laguna Leuvuco, situada en la estancia San Juan, 40km al noroeste de la ciudad de Victorica.

Al lado de esta laguna tenía sus tolderías Mariano Rosas y, por lo tanto, allí se hallaba el centro del imperio ranquel. Un imperio virtual, que no impresionó precisamente a Mansilla por sus apariencias: La morada de Mariano Rosas consistía en unos cuantos toldos diseminados y en unos cuantos ranchos, construidas por la gente de Ayala, en un corral y varios palenques. Leubuco es una laguna sin interés -quiere decir agua que corre: leubu, corre, y co, agua-. Queda en un descampado a orilla de una cejo de monte, en uno quebrado de médanos bajos. Los alrededores de aquel paraje son tristísimos, es lo más yermo y estéril de cuanto he visto; una soledad ideal. La laguna tiene forma de ocho, con un rizo hacia el oeste y el otro hacia el este y sus aguas son dulces y potables.

La importancia de Leuvuco era, sobre todo, estratégica, por ser un nudo de caminos que conducían hacia las tolderías del cacique Ramón, en los montes de Carrilobo; hacia las del cacique Baigorrita (ahijado del militar unitario Manuel Baigorria, exiliado veinte años entre los ranqueles), situadas a la orilla de los montes de Quenque; hacia las de Calfucura, en Salinas Grandes, y hacia la cordillera y las tribus mapuches (el llamado camino chilena). Este lugar y quienes conoció allí inspiraron a Mansilla sus páginas tal vez más lúcidas y profundas. Pensando en los habitantes de Leuvuco habló contra la civilización sin clemencia, y denunció la rígida dicotomía de civilización y barbarie (mostrando que los presuntos 'bárbaros' tenían no pocas cosas que enseñar a los sedicentes 'civilizados'). Para él, la teoría positivista en boga, que proclamaba unas razas superiores a otras, no era sino una falacia instrumentada políticamente para justifícar el despotismo.

A la salida de la estancia San Juan volvimos a encontrarnos con el panorama del monte quemado, una de las características más típicas e impresionantes de este país de árboles que van cubriendo con avidez la superficie sólo aparentemente inhóspita de la tierra. Otra vez en la ruta nacional 148, nos dirigimos a Víctorica -la ciudad más antigua de La Pampa, aunque la mayoría de los edificios sean de construcción moderna- y, desde allí, otra vez a Buenos Aires, por la ruta 5, con Trenque Lauquen como última parada con significación histórica. Habíamos cumplido no sólo un viaje en el espacio (en total, unos 2300km) sino, sobre todo, un viaje hacia la comprensión del tiempo.

Cabe preguntarse qué fue de Mansilla después de la excursión, por la que, casi exclusivamente, se lo recuerda, y de sus nuevos y fugaces amigos ranqueles. El carácter rebelde, independiente y quisquilloso de Mansilla lo alejó de la vida de cuartel. Cuando regresó, debió afrontar un juicio por un asunto formal: había ordenado el fusilamiento del soldado desertor Avelino Acosta, de acuerdo con la ley militar, pero sin informarlo previamente a la autoridad superior.

Seguramente hubiese salido bien librado, de no haber remitido cartas insolentes al ministro de Guerra. Fue sancionado con pase a disponibilidad y suspensión de su sueldo por un año; luego retornó, sobreseído, a la milicia activa, pero ya sin mando de tropas. Lo absorberá de lleno, aunque sin mucho éxito, la pasión política: será diputado y diplomático y, en ciertos períodos, arrastrado por los vientos progresistas del roquismo, parecerá haber olvidado su defensa de la peculiaridad cultural aborigen. Sin embargo no fue así. Ya viejo, en su casa de París, quiso mostrarle una tarde a su ¡oven amigo Miguel Angel Cárcano la prenda que más quería: el poncho araucano que recibiera como regalo, tejido por la mujer principal del cacique Mariano Rosas. Pero, aunque cuidadosamente guardado en una caja envuelta con cintas de seda, habla sucumbido a la polilla. Derrumbándose en un sillón, el viejo Lucio V., que habla visto partir antes que él a sus cuatro hijos y a sus contemporáneos más queridos, estalló en profundos sollozos.

Los ranqueles se dispersaron luego de la conquista de Roca. Murió Mariano, aún joven, en 1877. Lo sucedió su hermano Epumer, que no suscitó el mismo respeto entre los suyos. Los que no cayeron muertos o cautivos huyeron hacia el sur y hacia Chile. Hoy sólo queda un grupo de ranqueles en la población pampeana de Emilio Mitre. Lo que sus antecesores dejaron resulta casi imperceptible para la mirada de una civilización que mide los logros humanos, sobre todo, por los éxitos técnicos y materiales: apenas algunos cantos y danzas; instrumentos musicales, tejidos y alhajas de plata; mitos y cuentos; viajes al país de los muertos desde un árbol sagrado, y algunos poemas que nos recuerdan -en estos tiempos ecológicos- hasta qué punto se sentían, no ya los dueños y expoliadores, sino las criaturas de la tierra: Toda la mapu es uno sola alma, somos partes de ella. No podrán morir nuestras almas. Cambiar, sí que pueden, pero no apagarse. Una sola almo somos, como hay un solo mundo.

Maria Rosa Lojo CONICET